Prácticamente toda la semana: de lunes a sábado, y a veces los domingos, —de diez de la mañana a una de la tarde y de cuatro a seis o seis y media— ellos están en la esquina de San Luis y Manuel Belgrano, en el centro sur de Villa María, vendiendo alfajores de maicena. Es común que lleguen hasta allí caminando o en moto. Él se llama Sergio Fernández Oro y tiene cuarenta y cinco años. Ella, su mujer, Marisol Leones y tiene treinta y nueve.
Él nació en Córdoba capital pero, durante su infancia, se instaló un tiempo en San Juan. Después, regresó y, en la capital, se crio hasta —más o menos— los dieciséis. Luego, se fue de nuevo: esta vez, a San Luis, donde pasó una buena parte de los años. Ella, en cambio, nació al sur de esta provincia, en Fortín El Patria, una localidad del departamento Gobernador Dupuy que, según el último censo —el de 2010— tiene cuatrocientos ochenta habitantes.
Ella era chica todavía y, con su familia, se mudó a la segunda ciudad en importancia de San Luis: Villa Mercedes. Allí, ambos, se conocieron. Allí vivieron hasta que, tras más de una década, quisieron probar suerte en otra parte. Entonces, así, aparece Villa María.
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Ahora es la tarde de un jueves de finales de julio. Hace frío pero no se nota tanto: el sol, que cae desde un cielo limpio, calienta. Ellos, que viven en barrio Rivadavia —un barrio cercano a la esquina donde venden los alfajores— están trabajando ya hace algún rato. El tráfico es continuo: sucede que a metros de ese sector, además, está el puente Alberdi que une a Villa María con Villa Nueva, la ciudad vecina. Sin embargo, todavía no se detiene nadie a comprarles. Durante los minutos que dure la entrevista, nadie se detendrá a comprarles. Eso, por supuesto, no significa nada: es algo que puede ocurrir. Porque, por el contrario, una semana más tarde, desde el teléfono, Fernández Oro cuenta que, a pesar de tener clientes fijos, hay días y días: en ocasiones, venden las treinta docenas que preparan a diario —cada docena cuesta 250 pesos y la media, 150— y, en ocasiones, no.
Ahora están ahí, parados, pero antes, mucho antes, también hicieron otras cosas. Él, por ejemplo, trabajó como albañil, como taxista, vendió medias. Ella vendió ollas, trabajó en una estación de servicio, en un supermercado. Ellos, después, cuando se quedaron sin trabajo, comenzaron a entregar curriculms pero no recibieron respuestas. Y, de pronto, llegó la pandemia de coronavirus. Y, de pronto, hubo que pensar qué hacer.
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Fernández Oro y Leones tienen dos hijos: Alex, de veinte, y Priscila, de diecisiete. Es necesario decir esto porque cuando ellos eran más pequeños, sus padres comenzaron a elaborar los alfajores de maicena: la idea se las sugirió un grupo de madres en alguna de las diferentes reuniones que se hacían en el colegio. Y, en ese entonces, lo hacían, primero, para pagar la cooperadora de la escuela y, después, para juntar dinero para los viajes de egresados. Así, fueron adquiriendo experiencia. Así, aprendieron.
Cuando pensaron qué hacer, por lo tanto, se les ocurrió volver e intentar con aquello que ya habían hecho alguna vez. Y, así, desde el verano —dicen que desde hace seis, siete meses—, cada día, están en el semáforo ubicado en la esquina céntrica.
—Pero, a todo esto, antes vendíamos en la calle —aclara él.
—Puerta a puerta —dice ella.
E, inmediatamente, dicen que lo siguen haciendo, por lo general, los días que hay poco movimiento: uno se queda ahí y el otro sale a recorrer la ciudad.
Cuando terminan de trabajar, vuelven a su casa, toman unos mates y, a eso de las siete y media, ocho de la noche, preparan los alfajores para el día siguiente con los ingredientes que compran en diferentes sitios, siempre buscando precio.
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No hay un motivo por el que hayan elegido esa intersección.
—En realidad, no sabíamos adónde ir. Un día, me dice mi hija: «¿Por qué no vamos a probar a un semáforo?». Sinceramente, yo soy muy vergonzosa, me costaba mucho. No es lo mismo vender puerta por puerta que estar parada, donde tenés a todo el mundo que te está mirando. Dio la casualidad que paramos acá. Probamos. Y acá quedamos —cuenta Leones.
Fernández Oro también tuvo vergüenza. Sigue teniendo.
—Tenés que enfrentarlo, tratar de comunicarte con la gente, dialogar. La misma gente te va ayudando, ¿me entendés? Sin querer, obvio, ellos no lo saben. Pero bueno, o elijo esto o elijo otra cosa —dice él.
La gente es amable, por lo menos, la mayor parte del tiempo.
—Siempre hay uno que te grita cosas. Un ejemplo: «Agarrá la pala». Ya en ese sentido no le doy bolilla porque estoy acostumbrado a dialogar con la gente —dice él.
Hace poco, con la flexibilización de algunas restricciones, en el marco de la pandemia, volvieron a repartir curriculums.
—Algunos te reciben, otros no. Está todo parado todavía. Ya somos grandes y la mayoría busca gente joven. Pero bueno, es suerte —dice Leones.
Mientras, esperan conseguir algo más seguro, más estable.
—Esta es una actividad en la que todo depende de la venta, ¿viste? —dice Fernández Oro.
Mientras, siguen trabajando, buscando la manera.
Porque hay que pagar el alquiler, los impuestos, la comida.
Porque hay que vivir.